ANTONIO GRAMSCI Y LA
REVOLUCIÓN CULTURAL
R.P. Alfredo Sáenz
Conferencias
pronunciadas por el R.P. Alfredo Sáenz los días 12 y 13 de Agosto de 1987, en
la sede de la Corporación de Abogados Católicos, Libertad 850, Capital Federal.
Antonio Gramsci nació en Cerdeña, en 1891, en
el seno de una familia pequeño-burguesa. La familia Gramsci, padre, madre y
seis hermanos, vivió en la penuria económica, cosa que marcó a Antonio para
siempre.
De físico débil, sin embargo su inteligencia
era bien despierta desde chico, desde joven, robusta, como lo demostrará su
producción literaria, a la que luego naturalmente aludiremos.
Terminados sus estudios secundarios, allí en
la isla de Cerdeña, zona humilde, se inscribió en la Universidad de Turín,
donde tuvo ocasión de conocer a Palmiro Togliatti, quien sería el gran
dirigente del Partido Comunista después de la Segunda Guerra Mundial.
Al tiempo que transcurre su vida en la
Universidad, se va formando una mentalidad revolucionaria. Poco a poco Italia
se estaba industrializando. Milán se iba convirtiendo en un gran centro
industrial y desde 1899 funcionaba en Turín la fábrica Fiat, constituyéndose
esa ciudad en el centro del naciente proletariado organizado, el proletariado
italiano.
En 1914, el año del comienzo de la Primera
Guerra Mundial, se inscribe Gramsci en el Partido Socialista, comenzando
entonces su labor periodística. Escribe diversos artículos, a lo largo de dos o
tres años. Sin embargo él se siente incómodo en el Partido Socialista. Por
aquel entonces, la vida política italiana se desarrollaba en torno a dos
grandes partidos, el de los liberales y el de los socialistas históricos, como
se los llamaba, pero estos dos Partidos eran dos Partidos agotados, decrépitos.
Precisamente en 1919 habían aparecido dos nuevos Partidos, más juveniles, con
más empuje, el de Don Luigi Sturzo, el Partito Popolare Italiano, futura
Democracia Cristiana, donde por primera vez desde la unidad de Italia,
numerosos católicos, aunque no todos por cierto, entraron en la vida política del
país. Gramsci nunca perdería esto que el denominaría “catolicismo político”. El
segundo movimiento que aparece rejuveneciendo la vida política italiana es el
Fascismo, ya que fue precisamente en 1919 cuando Mussolini creó los primeros
Fasci di Combattimento con la intención de instaurar en el país lo que él
llamaba “un nuevo orden”.
Frente a los dos viejos Partidos agotados
–liberales y socialistas– y a estos dos Partidos nuevos, el Partido Popular y
el Fascismo, Gramsci fue perdiendo confianza en el socialismo histórico, y así,
hacia fines de 1920, firmó un manifiesto que recoge las ideas de una fracción
disidente del Partido Socialista, la fracción comunista. Y de este modo nace el
Partido Comunista Italiano el 21de Enero de 1921, siendo Gramsci miembro del
Comité Central y al mismo tiempo director de su periódico, L’Ordine Nuovo,
que desde entonces se convirtió en diario.
En 1922 Gramsci es elegido como delegado
italiano en el Tercer Congreso del Komitern que se celebra en Moscú, y allí
tiene ocasión de conocer muy íntimamente a Lenin que contaba a la sazón 54
años, si bien ya estaba, en ese momento, gravemente enfermo, tras un primer
ataque de parálisis, y asimismo presenció, a raíz precisamente de esta
enfermedad de Lenin, el ascenso político de Stalin al poder, designado en 1922.
Trato también a Trotsky, el victorioso jefe del Ejército Rojo. Así que tuvo
contacto con grandes dirigentes del comunismo.
Gramsci se encuentra cómodo en Rusia; ahí
vive años, y durante ese lapso, en 1922, conoce A julia Schucht, una
concertista de origen alemán, con la cual se casa. Entonces él pasa a ser el hombre
de confianza de la URSS para pergeñar la estrategia comunista en Italia.
Con la intención de trabajar en esta
Internacional Comunista que se está consolidando, en 1923Gramsci se traslada a
Viena, que era un centro importante.
En 1924 vuelve a Italia porque hay
elecciones, elecciones generales, en las cuales el Fascismo obtiene mayoría,
siendo elegido diputado por el Partido Comunista Italiano. Tenía por aquel entonces
33 años. Allí, en la Cámara, se muestra como un hombre inteligente, mantiene
debates, especialmente con los fascistas, e incluso con el mismo Mussolini, que
a veces asistía a las reuniones de la Cámara, y a quien nunca dejaría de
admirar por sus cualidades de gobernante y su estrategia política.
Poco a poco Gramsci se fue dando cuenta de
que su situación en la Italia fascista se hacía cada vez más comprometida, y
entonces despachó a su mujer a Rusia, la mandó de nuevo a Rusia, y él se
dispuso a afrontar las consecuencias de sus actividades revolucionarias.
En 1926 Gramsci es detenido, acusado de
incitación al odio de clases, de instigación a la guerra civil y otros cargos.
Dos años después es condenado a 20 años de cárcel. Recluido en la celda en1929
comienza a escribir, en cuadernos escolares, reflexiones varias sobre la vida
cívica italiana y la estrategia política que a su juicio había que seguir en la
presente coyuntura.
Luego de cuatro años de prisión, su salud,
siempre endeble, se deterioró considerablemente. Tras un amago de tuberculosis,
y ulteriores complicaciones, murió en una clínica de Roma, siempre en calidad
de detenido, pero en una clínica, el 27 de abril de 1937, es decir, hace
precisamente 50años. Por eso los partidos comunistas de Europa y Argentina así
como diversos grupos de izquierda han celebrado o están celebrando este
cincuentenario de Gramsci, resucitándolo un poco del olvido en que estaba
sumido.
La mujer de Gramsci, Julia, y los hijos de
Gramsci –tuvo dos hijos, nacidos en Rusia, llamados Delio y Giuliano, a quienes
nunca llegó a conocer–, viven todavía en la URSS. Delio es coronel de la marina
soviética y Giuliano es violinista en una orquesta de música clásica. Un hijo
de Giuliano, o sea, nieto de Gramsci, se llama, como el abuelo, Antonio
Gramsci. La tumba de Gramsci se encuentra en Roma, en el cementerio protestante
o agnóstico, contiguo a la Puerta de San Pablo.
Digamos algo ahora acerca de su obra
escrita antes de entrar a exponer su pensamiento mismo.
Gramsci jamás publicó libro alguno. En ese
sentido no puede ser considerado como un escritor de fuste, como un escritor
sistemático. Desde 1914 a 1926 sus escritos se reducen a artículos y colaboraciones
en periódicos y revistas, y desde 1929 a 1937, ya en la cárcel, pidió, como dijimos,
autorización a sus carceleros para tener cuadernos, y en ellos –más de
cincuenta– fueescribiendo, sobre la base de revistas que los guardianes le
permitían leer, las revistas deactualidad italiana (en el campo católico leería
asiduamente la Civiltà Catollica), fue escribiendoreflexiones breves, de
una página, dos páginas, una serie de anotaciones y comentarios que luegode su
muerte se publicarían bajo el nombre de Quaderni del Carcere, apuntes
sobre temas muy diversos, completamente independientes entre sí, ensamblados
sólo por la línea de fondo de su pensamiento, a saber, el papel de los
intelectuales en la sociedad. Ese fue su gran tema, o sea, la Revolución
Cultural, el lugar del intelectual en el conjunto de la sociedad y en lo que se
refiere ala toma del poder político. Asimismo escribió desde la cárcel
numerosísimas cartas a su mujer, a sus amigos, e incluso a sus hijitos, donde
les enseña por ejemplo el modo como deben estudiar la literatura, la historia,
etc… Son cartas muy conmovedoras; en algunas se muestra derribado por la enfermedad,
por la prolongada prisión, en otras se manifiesta exaltado. Es una personalidad
muy
temperamental. Estas cartas serían luego
publicadas bajo el nombre de Lettere del Carcere, cartas de la cárcel.
Así que tiene esas dos obras: Quaderni del Carcere y Lettere del
Carcere.
Su labor intelectual más importante se
encuentra en los Quaderni, que pasaron a ser un documento central para
el pensamiento y la estrategia política del Partido Comunista Italiano.
Tras la Segunda Guerra Mundial, un grupo de
comunistas italianos dirigidos por Togliatti, secretario del Partido, se abocó
a la sistematización temática de los 50 Cuadernos, es decir, ordenó los
diversos temas, la familia, la propiedad, la religión, etc., en seis volúmenes
publicados entre 1948 y 1951 por editorial Einaudi. Luego se publicó otra gran
edición en 1975, preparada por el Instituto Gramsciano, dependiente del Partido
Comunista, esta vez siguiendo el orden cronológico, no por orden temático.
Las primeras ediciones en castellano
aparecieron en Argentina, no en España ni en ningún otro país de habla hispana,
sino entre nosotros, por obra de la editorial Lautaro, de Buenos Aires, editorial
de filiación comunista. En 1950 aparecieron las Cartas desde la Cárcel, en
1952Literatura y vida nacional, etc. Bajo distintos nombres fueron juntando
artículos diversos de los cuadernos de la cárcel.
La obra de Gramsci no reviste sólo un interés
teórico, cual si lo estudiáramos como a un filósofo, dentro de la historia de la
filosofía. Más allá de un sistema terminado, que no lo tiene, o de un recetario
político, que en vano buscaríamos en sus escritos, Gramsci ofrece una reflexión
aguda sobre las posibilidades ínsitas en el marxismo, pero en el interior de
una sociedad latina, europea, occidental.
Para el comunismo italiano su obra representa
el modo de introducir el materialismo histórico en la vida de un país marcado
por una profunda tradición cultural. Y en este sentido algunos consideran a
Gramsci como el traductor al italiano de Lenin, el teórico de la revolución
cultural en Occidente. Es quizás el suyo el único intento marxista de plantear
globalmente y, según creo, con mucha inteligencia, la cuestión del tránsito
hacia el socialismo en una sociedad de formación occidental. De hecho el
fenómeno del “eurocomunismo”, del que empezó a hablarse a mediados de la década
del 70, es un producto típicamente gramsciano. Fue Gramsci quien ideó el ítalo comunismo,
es decir, la estrategia para la conquista del poder por parte del Partido en
los países latinos, donde era absolutamente imposible aplicar la letra o los
textos de Marx, ni la estrategia leninista.
Tras este breve resumen de la vida de Gramsci
y recensión de sus escritos, adentrémonos ahora en su pensamiento.
I.- EL MARXISMO EN EL PROCESO DE LA
MODERNIDAD
El primer aspecto en que me voy a detener es
a mi juicio muy interesante y manifiesta el lugar del marxismo en el proceso de
la modernidad, término que él mismo utiliza. Porque Gramsci muestra cómo el
marxismo no es una especie de aerolito caído del cielo, que bruscamente
intercede en la historia, sino la culminación de un largo y secular proceso, de
un largo itinerario histórico y filosófico.
Así leemos en uno de sus escritos: “La
filosofía de la praxis –nombre con el cual siempre menciona al marxismo–
presupone todo ese pasado cultural, el renacimiento, la reforma, la filosofía
alemana, la Revolución Francesa, el calvinismo y la economía clásica inglesa,
el liberalismo laico y el historicismo que se encuentra en la base de toda la
concepción moderna dela vida”. O sea, nada menos que desde el renacimiento para
aquí, un largo y secular proceso que ofrece esta fruta madura, digámoslo así,
del marxismo.
Especialmente Gramsci se remite al testimonio
de Hegel, adhiriendo sobre todo a aquella concatenación que el filósofo de
Berlín establece entre las actividades teoréticas y las prácticas.
Como Uds. saben, Hegel descubría un nexo
entre el espíritu de la Revolución Francesa y la filosofía de Kant, Fichte y
Schelling o, como la llama Gramsci, la filosofía clásica alemana, indicando que
sólo dos pueblos, los alemanes y los franceses, por opuestos que sean entre sí,
o incluso por ser opuestos, tema caro a Hegel, a su dialéctica, son los que
intervinieron decisivamente en la instauración del gran Evo Moderno, del
espíritu moderno –expresión, calificativo al que con frecuencia recurre
Gramsci–, comenzado a fines del siglo XVIII y albores del XIX.
El nuevo principio, el principio moderno,
irrumpió en Alemania –escribe Gramsci– como espíritu y concepto, mientras que
en Francia se desplegó como realidad efectiva. El alemán puso la idea, el
francés la acción política. Hay entonces una complementación de estas dos
actividades, la actividad política francesa y la actividad filosófica alemana,
la cual ha sido –dice Gramsci–recogida por los teóricos de la filosofía de la
praxis.
Lo que debe quedar bien claro es que la
filosofía de la praxis ha nacido de estos padres. Pero si quisiéramos ser más
completos y abarcar el entero pensamiento gramsciano en este tema de la genealogía
del marxismo, podríamos decir que son tres los padres, ya que, además de
Alemania y Francia, hemos de agregar a Inglaterra. La filosofía de la praxis,
según Gramsci, ha nacido de la cultura representada por la filosofía clásica
alemana, por la literatura y práctica política francesa, y por la economía
clásica inglesa.
Así que las fuentes son tres: la economía
liberal inglesa, la filosofía idealista alemana y la política y literatura
francesas. En el origen de la filosofía de la praxis se encuentran pues esos
tres movimientos culturales. No que Gramsci afirme que cada uno de esos
movimientos haya contribuido a elaborar respectivamente la economía, la
filosofía y la política de la filosofía de la praxis, sino que la filosofía de
la praxis logró absorber sistemáticamente los tres movimientos, o sea, la
entera cultura de la primera mitad del siglo XIX, a tal punto que, en la
síntesis nueva, cualquiera sea el momento en el cual se la examine, momento
económico, momento teórico o momento político, se encuentra como momento
preparatorio uno de aquellos tres movimientos.
El momento sintético unitario, Gramsci cree
poder identificarlo en el nuevo concepto de inmanencia, que para mí es
el término clave de la concepción gramsciana del marxismo. Comosaben, la
inmanencia es lo contrario de la trascendencia, del hombre que está de paso en
la tierrahacia un más allá, hacia una tierra nueva, un cielo, etc.; la
inmanencia es la actitud del hombre que decide instalarse acá, in-manera,
permanecer-en, del hombre del paraíso en la tierra, que diríaMarx.
Para Gramsci la síntesis de la economía
inglesa, la filosofía alemana y la política francesa es lainmanencia. Tal es el
denominador común, la inmanencia, que partiendo de su forma especulativa,
ofrecida por la filosofía clásica alemana, se tradujo a una forma historicista
con la ayuda de la economía clásica inglesa y de la política francesa.
Agudamente señala cómo aun los nuevos cánones introducidos por la ciencia
económica inglesa, no tienen tan sólo un valor puramente instrumental sino
también un significado de innovación filosófico: el “homo oeconomicus” que
inventa Inglaterra es un hombre inmanente, es un hombre para la tierra; ese homo
oeconomicus tiene valor gnoseológico, implica una nueva concepción del mundo.
Será pues preciso investigar cómo la filosofía de la praxis ha llegado, desde
la síntesis de aquellas tres corrientes, hasta esta nueva concepción de
inmanencia, depurada de todo resto de trascendencia y de teología.
El gran proyecto del liberalismo está para
Gramsci en el origen del marxismo, si bien en él muere, desaparece. “Las
afirmaciones del liberalismo –escribe– son ideas límite que, una vez reconocidas
como racionalmente necesarias, se convierten en ideas-fuerza, se han realizado
en el Estado burgués, han servido para suscitar la antítesis de ese Estado en
el proletariado y luego se han desgastado. Universales para la burguesía, no lo
son suficientemente para el proletariado. Para la burguesía eran ideas-límite,
para el proletariado son ideas-mínimo. Y, en efecto, el entero programa liberal
se ha convertido en programa mínimo del Partido Socialista”. Al burgués de la revolución
francesa lo sucede el proletario del marxismo.
II.- LOS PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS
Pasemos ahora a exponer los aspectos un poco
más filosóficos del pensamiento de Gramsci.
Iremos desde allí caminando gradualmente
hacia la práctica, luego a la estrategia, que será lo último que trataremos,
pero es necesario tener claras las ideas filosóficas, si así podemos llamarlas,
con que se mueve Gramsci, porque son las que van a estar en el origen de toda
su estrategia.
Cuando se lee a Gramsci, uno queda con la
impresión o puede inclinarse a pensar que está frente a un marxista heterodoxo
por la novedad de sus afirmaciones. Sin embargo en modo alguno es así. Gramsci
es francamente marxista, es decididamente discípulo de Marx, aun cuando en ocasiones
enfatice algunos elementos que Marx no juzgó conveniente enfatizar. Nunca se
sale del marco de la ortodoxia marxista. Lo más que se podría decir es que se
trata de una acentuación historicista del marxismo precisamente para darle toda
su eficacia en el campo de la operatividad política.
1.- El materialismo
El primer aspecto que señala Gramsci en su
filosofía de la praxis es el materialismo. Ya sabemos que este es un elemento
fundamental en el pensamiento de Marx. Sin embargo enseguida debemos decir que
Gramsci manifiesta cierta repugnancia por al término “materialista”. Aunque esto
ya parece extraño y a algunos puede olerles a heterodoxia, el hecho es que le
repugna este vocablo. Pero ¿por qué le repugna? Porque había constatado cómo
para muchos marxistas la materia era una especie de ídolo, una suerte de
divinidad, una cosa que estaba fuera de mí, algo fijo, anterior al hombre,
superior al hombre, que el hombre no puede transformar, que el hombre no puede
cambiar en absoluto, y por eso Gramsci prefiere una acepción prevalentemente cultural
del término, un sentido más amplio, entendiendo por materialismo lo que se
opone al espiritualismo religioso; es decir, el repudio a la cosmovisión
religiosa de la existencia. Eso va a ser para él principalmente el
materialismo. Materialista es pues para Gramsci aquel que quiere encontrar en
esta tierra y no en otro lugar el sentido de su vida, aquel que rechaza explícitamente
el más allá.
Sobre la base de tal interpretación Gramsci
no vacila en atacar el materialismo tradicional que para luchar contra la
ideología más difundida en las masas populares cual es el trascendentalismo
religioso, creyó suficiente levantar la bandera de un materialismo crudo,
trivial y grosero. No sólo eso. En el cristianismo, en la cosmovisión cristiana
–escribe con gran inteligencia Gramsci– hay más “materialismo” de lo que se
cree, ya que en el cristianismo la materia conserva una función nada
despreciable, como puede advertirse en el dogma mismo del Verbo que se encarna,
en los sacramentos, etc. El cristiano habla mucho de materia, por lo tanto no creamos
que vamos a ir contra el cristianismo por el mero hecho de que exaltemos la
materia; lo que debemos propagares el materialismo, sí, pero en el sentido de anti
espiritualismo. Eso es lo que hay que afirmar.
Materia es, para Gramsci, sinónimo de realidad,
y no meramente aquello sobre lo cual experimentan las ciencias naturales, o una
especie de primer sustrato, o algo objetivo extra mental, y por eso la
relaciona con la actividad humana. La materia no ha de ser considerada en
cuanto tal, dice, sino como algo social e históricamente organizado por la
producción. La materia es humana merced al proceso de transformación que el
hombre realiza sobre la naturaleza; es comparable a la electricidad; ésta
existía antes de que fuese descubierta como fuerza productiva, sin embargo no
operaba en la historia, era una nada histórica, porque todos la ignoraban.
Tal es la primera de sus acentuaciones, el
materialismo, el primer aspecto de lo que podríamos llamar su “filosofía”.
2.- El historicismo
El análisis de la materia nos ha conducido al
concepto de historia, que será el segundo aspecto de su filosofía que quiero
destacar. Para Gramsci, que en esto depende de la tradición filosófica de
Alemania a través de Marx y de Croce, historia es la realidad “in fieri”, el
movimiento, el proceso de realización de lo real. En el devenir histórico el
hombre se va creando. Por hombre no hay que entender la persona, el actor de la
historia, que trasciende la historia; hombre es el individuo desnudo, digámoslo
así, en cuanto y en el acto de conexión con el todo social. Sobre el telón de
fondo del contexto materialista, en la relación hombre-naturaleza, el hombre
humaniza la naturaleza y la naturaleza naturaliza al hombre. Haciendo el mundo,
el hombre se convierte en artesano de sí mismo, el hombre se hace, en un
constante intercambio con la naturaleza.
Esta conexión que Gramsci establece entre
materia e historia le permite evitar todo materialismo fixista, todo
materialismo craso. Materia es en cierto modo lo que existe, que se impone al
hombre, sí, pero al mismo tiempo es el resultado de la praxis anterior y el
punto de partida de una nueva praxis; es la naturaleza humanizada por el
trabajo, transformada, organizada históricamente por las fuerzas productivas
del hombre. Esto es precisamente la historia. Y así Gramsci puede obviar el
término “materialismo”, por sus connotaciones peyorativas, para sustituirlo por
otro más atractivo, el de “historicismo”, a saber, el hombre que toma
conciencia desí mismo y de su realidad.
Como puede verse, en la concepción de Gramsci
hay una cuota nada pequeña de voluntarismo.
Gramsci no teme, digámoslo así, poner la
voluntad en la historia. Contra aquellos que sostienen el progreso mecánico e
ineluctable de la historia, él dice que la voluntad del hombre tiene en ella un
papel insustituible. Gramsci no teme identificar la intervención de la voluntad
y de la acción humana con la historia. Así como identifica la historia con la
filosofía y la filosofía con la política. Esta amalgama está pensada para activar
la conquista política del poder por parte el proletariado: la historia que se
hace filosofía, la filosofía que se hace política, praxis. Por eso es filosofía
de la praxis, que apunta a la transformación de la realidad.
La certeza de la meta a que conduce el
devenir histórico es lo que funda la seguridad de Gramsci.
Su filosofía no puede estar equivocada porque
es la filosofía del proceso histórico en acto, y el marxismo es el único que
tiene la clave de dicho proceso. Siendo esta revolución la óptima, poniendo en
la cúpula el proletariado, no cabe ya esperar una revolución ulterior, ni que aparezca
otra clase que pueda aspirar a la hegemonía. El triunfo del marxismo es el que
cerrará el proceso histórico. La pregunta acerca de la posibilidad de un post-comunismo
carece totalmente de sentido, como acaece en el mismo Marx.
3.- El inmanentismo
Cuando en la expresión “materialismo
histórico” Gramsci destaca prevalentemente el adjetivo más que el sustantivo
es, como vimos, para no incidir en la ingenuidad filosófica del materialismo
vulgar, que él denomina materialismo metafísico.
Materialismo, dijimos, historicismo, y ahora
inmanentismo. Según ya lo hemos destacado, el inmanentismo es para Gramsci el
telón de fondo o la base de todo el edificio marxista. Tiene a este respecto un
texto verdaderamente incisivo, que no puedo dejar de citar: El marxismo es
“historicismo absoluto, la mundanización y terrestridad absoluta del
pensamiento, un humanismo absoluto en la historia”. La insistencia en el
calificativo “absoluto” no es fortuita sino plenamente pretendida. Al calificar
así a cada uno de estos tres sustantivos, historicismo, mundanización y
humanismo, lo que intenta es señalar el completo y definitivo rechazo de toda trascendencia.
Historicismo absoluto significa que no se puede admitir nada eterno, nada extra
histórico, nada supra histórico; historicismo absoluto, pues, todo dentro de la
historia. Gramsci absolutiza la historia considerando que la afirmación de una
realidad trascendente a la historia revela un pensamiento ingenuo, primitivo,
acrítico. Mundanización y terrestridad absoluta, que es el segundo término que
emplea, significa que no hay un más allá, sino que todo es aquende, todo es
este mundo, al punto que la afirmación de “otro mundo” o de una “tierra nueva”
es una utopía, una evasión, y evasión peligrosa ya que impide empeñarse en lo
único que es real. Humanismo absoluto significa que hay que desechar cualquier
concepción del hombre que no considere lo humano como supremo y terminal. Por
tanto, repito, historicismo absoluto, mundanización y terrestridad absoluta,
humanismo absoluto de la historia.
La fórmula tan vigorosa de Gramsci podría
resumirse en un “inmanentismo absoluto¨, con lo cual volvemos al tema de
siempre, es decir, el total y conciente rechazo de la trascendencia.
Cuando Gramsci se refiere a la filosofía de
la inmanencia, sabe bien que dicha filosofía es el producto de un largo proceso
en la historia de la filosofía que se inaugura de algún modo en Descartes, en
el “cogito” cartesiano, donde por vez primera se exalta el primado del conocer
sobre el ser extra mental, que se continúa en Kant y Hegel, los cuales tienden,
bajo distintas fórmulas, a una identificación entre la realidad y la conciencia
humana de la realidad. Marx no haría sino materializar dicho inmanentismo
clásico. Porque la tentación del inmanentista –afirma Gramsci– había sido el
solipsismo, el subjetivismo exagerado, el atomismo individual. No resulta casual
que el liberalismo político haya nacido también de este núcleo filosófico
inmanentista, aunque bajo la figura del empirismo. Dentro de la corriente
idealista, fue Hegel quien trató de enmendar ese individualismo y subjetivismo
estrechos, haciendo de toda la realidad la historia delas vicisitudes del
espíritu. Marx tomará de Hegel esta cosmovisión, sustituyendo el espíritu por las
relaciones dialécticas entre la naturaleza y el hombre.
Como puede observarse, los términos de
historicismo, humanismo e inmanentismo absolutos son reductibles a una clara posición anti
trascendente. Al definirse por la inmanencia Gramsci piensa que ha evitado el
peligro esterilizante de todo materialismo infantil y vulgar
III.- SOCIEDAD CIVIL Y SOCIEDAD POLÍTICA
Una de las originalidades de Gramsci es la
ilustrativa distinción que establece entre lo que él llama la sociedad civil y
la sociedad política, ambas expresiones de la superestructura.
Como Uds. saben, para Marx las fuerzas y
relaciones de la producción, es decir, la compleja organización de las
condiciones materiales de la existencia, constituye en la sociedad la base, la estructura
que condiciona todo lo demás, la política, el derecho, la moral, la familia, la
religión, etc. Lo primero es la estructura, lo demás la superestructura. Tal es
la posición clásica de Marx.
Así en el 18 Brumario de Luis Bonaparte escribe:
"Sobre las diversas formas de propiedad, sobre las condiciones sociales de
existencia, se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones,
formas de pensamiento y concepciones filosóficas particulares. La clase entera
crea y plasma estos elementos sobre la base de las condiciones materiales y de
las relaciones sociales correspondientes". Es decir, hay una estructura
básica, relaciones económicas que van creando tal religión, tal moral, tal
estado, tal sociedad, tal tipo de familia. Toda esta superestructura, es un invento,
digamos, del hombre, no algo que brota de la naturaleza humana sino una
creación del hombre desde las bases de la estructura.
Para afirmar esto Marx se basa en una
intuición primaria que se expresa en el viejo refrán "primum vivere deinde philosophare" (primero vivir, luego
filosofar). Ningún individuo, ninguna colectividad subsisten sin economía. Esta
constatación tan común, tan evidente por sí misma, le facilita a Marx un salto,
una extrapolación. Luego, todo lo demás depende de eso. La extrapolación es tan
precaria, tan poco evidente por sí misma, que su fuerza depende de que sea aceptada
como un postulado, dogmáticamente aceptada, al modo de un mito o de un slogan.
Gramsci sigue inicialmente a Marx en el
concepto de infraestructura, entendiéndola como el conjunto de relaciones
sociales dentro de las cuales los hombres nacen, se desarrollan y crecen.
Sin embargo, enseguida se ve obligado a tomar
cierta distancia del maestro para no caer en el peligro de economismo o
economicismo, no sé bien cómo se dice, es decir, de la posición que sostiene
que entre infraestructura y superestructura existe una relación de causalidad
necesaria, siendo lo segundo simplemente un resultado de lo primero. La
experiencia le enseña a Gramsci que no toda mutación en las relaciones
económica determina ineluctablemente un cambio
político o ideológico. Y así, él, que era un atento observador de la
historia, negó la relación causal entre base y superestructura, concediendo a
esta última una importancia original, digamos, y capital. Para mejor dejar en
claro su posición introdujo este nuevo elemento, al que aludí más arriba, y es la distinción entre sociedad
civil y sociedad política, uno de los temas centrales en su pensamiento.
¿Qué es la sociedad civil? La sociedad civil
es "el conjunto de los organismos denominados privados –dice– que
corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce sobre toda
la sociedad". La sociedad civil sería así el conjunto de organismos
privados que detentan hegemonía doctrinal o intelectual sobre las clases
subalternas, las clases inferiores, organismos hegemónicos. La sociedad civil
es el campo de batalla donde se difunde y luchan entre sí las diversas
ideologías, o mejor, las diversas cosmovisiones, que amalgaman desde las
expresiones más elementales del sentido común de la gente sencilla hasta las
elaboraciones más sofisticadas e intelectuales. Las organizaciones triunfantes
en esta lucha ideológica en la sociedad, las que logran apoderarse de la
dirección intelectual –es decir, lo que se piensa–, y de la dirección moral –es
decir, lo que se valora– de la sociedad forman parte de la superestructura, atraen
hacia el grupo dirigente la adhesión de las clases subalternas. El grupo
dirigente se adueña de la estructura ideológica, impone un mundo de ideas,
creando y difundiendo, mediante los organismos que lo integran, una determinada
concepción del mundo en el pueblo, en la sociedad. Tales organismos son la
escuela, la Iglesia, los llamados medios de comunicación social, etc. Entonces,
resumiendo, la sociedad civil sería el conjunto de organismos que crean un modo
de pensar en el pueblo, que tienen, por tanto, hegemonía intelectual sobre la
sociedad, crean un sentido común, el sentir común de la gente. Eso sería la
sociedad civil que, según Gramsci, pertenece al ámbito de la superestructura.
Y la sociedad política ¿qué es? La sociedad
política es el conjunto de organismos, de la superestructura también, que
ejercen una función coercitiva y de dominio directo en el campo jurídico (civil
y penal), político y militar. Es sobre todo sociedad política el Estado, que
tiene por función "la tutela del orden público y el respeto de las
leyes". Tal sería la sociedad política, la sociedad dominante, digámoslo
así. Distinguimos entonces entre hegemonía y dominio. La hegemonía es lo propio
de la sociedad civil; el dominio, lo propio de la sociedad política, que tiene
las armas, la policía, los tribunales, todo lo que es coacción. La hegemonía y
el dominio sonlos dos brazos que controlan una sociedad determinada.
Sociedad civil y sociedad política suelen ser
normalmente solidarias. Un estado que no cuenta con la adhesión de la sociedad
civil difícilmente se puede mantener. El grupo dirigente lo sabe bien; por eso
siempre trata de suscitar, para el aparato jurídico, político y militar, una
adhesión delas bases, una adhesión ética de las bases a través de la sociedad
civil. Las crisis sobrevienen cuando la sociedad civil se distancia de la
sociedad política, cuando la sociedad política rompe su concordia con la
sociedad civil, cuando la hegemonía y el dominio se enfrentan, cuando el ejército
choca con las ideas que privan en la sociedad. Es entonces cuando sobreviene el
caos social.
Los conceptos de sociedad civil y sociedad
política son importantísimos para entender el pensamiento de Gramsci. Como
puede verse, Gramsci modifica el clásico concepto marxista de superestructura.
Para nuestro autor superestructura es la interdependencia recíproca de la sociedad
civil y de la sociedad política. En la esfera de la superestructura se mueven
pues la organización religiosa, el ordenamiento jurídico, las formas
artísticas, las organizaciones científicas, la literatura, el folklore, las
expresiones del sentido común, lo que se ve en el cine, lo que se lee en la
prensa, etc.
El orden intelectual y el orden moral, afirma
Gramsci –es decir, las cosas que se han de saber y las cosas que se han de
hacer–, tal es el marco en que se mueve la sociedad civil. La sociedad política
proporciona el arma para defender eso, pone la coacción, coacción frente a los
grupos que resisten la docencia de la sociedad hegemónica.
Gramsci está convencido de que no hay
revolución duradera sin una previa toma de conciencia, y que ésta se origina y
desenvuelve en el ámbito de la superestructura. Por eso la importancia que, a diferencia
de Marx, atribuye a esta última. No es cambiando las relaciones económicas como
vamos a hacer la revolución, sino cambiando la superestructura, es decir,
creando ante todo una nueva hegemonía que transforme la sociedad; luego vendrá
la conquista del Estado pero ésta deberá pasar por la transformación de la
sociedad civil en la que el Estado se apoya. Por eso le preocuparán, por sobre
todo, "las condiciones intelectuales de la revolución". De esto
hablaremos ampliamente más adelante pero ya podemos adelantar algo. Gramsci
exaltó la función revolucionaria de la ideología. Uds. saben que la palabrita
"ideología" es un vocablo que ha recibido miles de significados, lo
que la hace bien difícil de definir o especificar. Dentro del ámbito literario
del marxismo, para quedarnos en él, sufrió también diversos avatares. Marx le dio,
casi sin excepción, un significado peyorativo; la ideología era para él una
cosa despreciable.
Lenin, en cambio, la liberó de ese sentido y
usó la expresión "ideología revolucionaria" para designar al
marxismo, a su marxismo. Gramsci también recurre a ella sin dificultad: "Una
ideología es una concepción del mundo que se manifiesta en el arte, en el
derecho, en la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida,
individuales y colectivas". Esto es lo que hay que crear, pues, una nueva
ideología. La ideología predominante se da a sí misma una serie de medios para
su difusión, para el ejercicio de su influjo: es la "estructura
ideológica", que busca mantener y desarrollar el frente teórico e
ideológico. Esa "estructura ideológica" la fabrican la prensa, la
religión organizada en Iglesia, la escuela, las bibliotecas, e incluso, dice,
la arquitectura, porque la arquitectura incluye toda una docencia, y tiene
razón, ya que la misma disposición de las calles y hasta los nombres de las
calles, todo eso crea el modo concreto de pensar de la gente. Eso es lo que hay
que transformar, tal es el cambio que hay que operar si se quiere lograr
efectivamente la transformación del modo de pensar de la gente.
Esta es la originalidad de Gramsci en el
campo del marxismo. Mediante el proyecto que presenta ,la sociedad política
será un día fagocitada por la sociedad civil, puesta bajo una nueva hegemonía,
la hegemonía marxista, la verdadera. Habrá llegado la hora de la hegemonía del proletariado,
de la "dictadura del proletariado", con la consiguiente dirección
intelectual y moral de la sociedad (intelectual, recordémoslo, dice orden a las
verdades, a las afirmaciones; y moral, a lo que se valora, a los módulos de
comportamiento). Y ello será así hasta que se suelden completamente estructura
y superestructura, hasta que la sociedad civil fagocite a la sociedad política;
hasta que la cultura entera –desde la filosofía de los intelectuales hasta la
filosofía del ‘uomo qualunque’–
transpire naturalmente la concepción materialista del mundo, la concepción inmanente
y moderna del mundo. Entonces el Estado, en cuanto "hegemonía acorazada de
coerción" –fórmula espléndida de Gramsci: la hegemonía es propia de la
sociedad civil; el Estado la acoraza, la blinda con la coerción– ya no tendrá
razón de ser, habrá desaparecido. Será la sociedad sin clases, en que los
intereses del cuerpo social se identifican finalmente con los intereses del
proletariado.
IV.- EL SENTIDO COMÚN
Hemos visto con cuánta frecuencia recurre
Gramsci a la expresión "sentido común". No, por cierto, con el
significado clásico que le damos nosotros, de aquel sentido que se deriva del conocimiento
innato de los primeros principios, metafísicamente ínsitos en el hombre, sino
como el modo común de pensar, el común sentir de la gente, que históricamente
prevalece en la generalidad de los miembros de la sociedad. Él lo describe más
o menos así: el sentido común, dice, "o sea, la concepción tradicional
popular del mundo, cosa que muy pedestremente se llama ‘instinto’ y no es sino
una adquisición histórica también él, sólo que primitiva y elemental". Se
lo llama "instinto", pedestremente, afirma, como si fuese algo que
brotase del interior del hombre cuando en realidad no es sino algo histórico,
algo creado.
¿Cómo aparece el sentido común, por qué la
gente piensa como piensa en Occidente, por ejemplo, en Italia, en Argentina?
Sabemos que los contenidos del sentido común se expresan principalmente en el
lenguaje cotidiano. Vamos a ver cómo, entonces, considerando el lenguaje, uno
puede llegar a descubrir quién es el que hace el sentido común. Gramsci analiza,
a este propósito, algunos conceptos del idioma ruso, que conoció bien ya que,
como dije, estuvo varios años en Rusia. Allí las palabras "Dios" y
"ricos" son correlativas: Dios se dice "Bog" y ricos se dice
"bogati". Dios es el rico, la riqueza; los ricos y Dios son cercanos,
parientes. Como en latín, añade Gramsci, "Deus", "dives",
"divites", "divitae" o sea Dios, el rico, los ricos, las
riquezas, son palabras aparentemente, semánticamente de la misma raíz. El mundo
occidental entonces (e incluso el mundo eslavo, por influjo del cristianismo) a
diferencia del asiático (la India, por ejemplo), une la concepción de Dios con
la concepción de "propiedad" y de "propietario", de modo
que el concepto de propiedad, así como es el centro de gravedad y la raíz de
todo el sistema jurídico occidental y cristiano, así lo es también de toda su
estructura civil y mental. Aun el concepto teológico de Dios, nota Gramsci,
está a menudo forjado según ese modelo: Dios es presentado como el propietario
del mundo; así en el Credo se lo llama creador y señor (Dominus, el que domina,
el amo, el patrón) del cielo y de la tierra. De este modo el lenguaje va
haciendo el sentido común. Pero el lenguaje es producto de los hombres, de una
consciente voluntad hegemónica, que quiere crear un modo común de pensar en esa
sociedad sobre la cual ejerce la hegemonía.
Gramsci intenta una definición: "El
sentido común es la filosofía de los no filósofos, es decir, la concepción del
mundo absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en
los que se desarrolla la individualidad moral del hombre medio". El
sentido común sería así la aceptación elemental de una concepción del mundo, de
una "Weltanschauung", para usar la palabra alemana, elaborada por las
mentes de las clases hegemónicas, por la Iglesia, por la Universidad, por los
colegios, por todo lo que tiene poder ideológico, protegido coercitivamente por
el poder dominante. Por eso no se puede decir que en el curso de todos los
siglos haya habido un solo sentido común sino varios; o mejor, dicho sentido
común no es algo que brota espontáneamente del hombre, sino algo que evoluciona
con la historia, algo que brota de una conciencia, de un poder, de una voluntad
hegemónica, según la clase que ejerce la hegemonía, lo cual –dice Gramsci– permite
detectar restos superpuestos de sucesivas concepciones del mundo, ideas que van
quedando de las viejas cosmovisiones, ya superadas, y que se mezclan con las ulteriores.
Gramsci exalta, por cierto, la filosofía y la
distingue del simple sentido común. "La filosofía –escribe– es un orden
intelectual, cosa que no pueden ser ni la religión ni el sentido común. La filosofía
es la crítica y la superación de la religión y del sentido común". Como se
ve, considera la filosofía en otro nivel; sin embargo, al tiempo que afirma que
la filosofía está muy por encima del sentido común, no teme decir que el "uomo qualunque" es filósofo, claro
que en un sentido lato. "Hay que destruir el prejuicio, muy difundido, de
que la filosofía sea algo muy difícil". Una filosofía existe siempre en el
pueblo, porque "todos los hombres son filósofos". ¿En razón de qué son
filósofos? En virtud del sentido común, porque este sentido común implica toda
una visión dela vida. El sentido común se muestra así como una concepción del
mundo elemental, acrítica, no sistemática, pero que contiene ideas e ideas
motoras. Gramsci subraya este aspecto: no solamente contiene ideas teóricas
sino, ideas que conducen a un obrar determinado, a un hacer la historia, aun
transformar la historia, y desde este punto de vista el sentido común toca la
realidad, la modifica. Lo que al sentido común le falta en intensidad crítica y
en riesgo metodológico lo tiene en extensión, ya que "todo el mundo"
piensa así. El sentido común puede ser, por tanto, considerado como la filosofía,
la cultura de grandes estratos de la población, de la mayoría de la sociedad.
Para Gramsci fue un tema apasionante, y a mí
me parece que lo es de veras, el estudio concreto de la organización cultural
que mantiene en vigencia el mundo ideológico en determinado país y examinar su
funcionamiento práctico, es decir, cómo llegó a crear y logra mantener tal
sentido común de dicha sociedad. Según él, la Iglesia y la enseñanza son las
dos mayores organizaciones culturales de cada país, aunque sólo fuera por el
numeroso personal que ocupan. Pero también hay que incluir entre esos
forjadores del sentido común a los periódicos, las revistas, la actividad editorial,
e incluso determinadas profesiones que implican en su actividad especializada
una fracción cultural nada desdeñable, por ejemplo la de los médicos, los
militares y los magistrados.
De todas estas fuentes del sentido común la
religión es para Gramsci la principal, la religión prevalente. Las diversas
certezas del sentido común nacen esencialmente de la religión, y, en Occidente,
del cristianismo, ya que la religión, si bien carece, según él dice, de
carácter demostrativo o probatorio, resulta de hecho la ideología más
arraigada, más difundida. Es cierto que para Gramsci la fe se mueve en un
estadio pre-racional, infantil, propio de sociedades atrasadas, no adultas.
Partiendo de un presupuesto o prejuicio que viene del siglo XVIII, opina que
todo progreso en el conocimiento racional equivale a una demostración de la
vacuidad de la concepción trascendente del mundo, de la inanidad de la
religión, es decir, que todo progreso en el campo de las ciencias implica un
retroceso en el de la fe. Muévese ésta en el ámbito del misterio; a medida que
la ciencia adelanta, se va dejando cada vez menos margen al misterio.
Pero en el entretanto, mientras no se llegue
a la develación total del misterio por parte de la razón y de la ciencia, la
religión tiene de hecho una enorme vigencia histórica sobre el pueblo. "En
las masas en cuanto tales –afirma– la filosofía no puede vivirse sino como una
fe. Imagínese, por lo demás, la posición intelectual de un hombre del pueblo;
ese hombre se ha formado opiniones, convicciones, criterios de discernimiento y
normas de conducta. Todo propugnador de un punto de vista contrario al suyo
sabe, en cuanto sea intelectualmente superior, argumentar sus razones mejor que
él, le pone en jaque lógicamente, etc.; pero ¿basta eso para que el hombre de
pueblo tenga que alterar sus convicciones? ¿En qué elementos se funda, pues, su
filosofía, especialmente su filosofía en la forma que tiene para él importancia
mayor, en la forma de la norma de conducta? El elemento más importante es sin
duda de carácter no racional, de fe. Pero ¿en qué?
Especialmente en el grupo social al que
pertenece, en la medida en que todo el grupo piensa difusamente como él: el
hombre de pueblo piensa que tantos como son no pueden equivocarse así en
conjunto, como quiere hacérselo creer el adversario argumentador. No recuerda
las razones en concreto, y no sabría repetirlas, pero sabe que existen porque
las ha oído exponer y quedó convencido de ellas".
Y acá señala Gramsci una observación de gran
interés. La religión o una determinada Iglesia, dice, conserva su comunidad de
fieles en la medida en que mantiene la propia fe de un modo firme y permanente,
repitiendo incansablemente la misma doctrina. Gramsci piensa que la eficacia
mostrada por la Iglesia para llegar a crear el sentido común de la gente lo
debe en buena parte al hecho de haber repetido incansablemente la misma
doctrina, las mismas razones de su apologética, luchando en todo instante con
argumentos similares y conservando una jerarquía de intelectuales que dan a la
fe al menos la "apariencia" de la dignidad del pensamiento.
Otra de las causas a que Gramsci atribuye el
poder de las religiones, sobre todo del cristianismo, es que, y esto resulta
también muy interesante, a diferencia de las filosofías modernas, idealistas, etc.,
que no lograron "prender" en el pueblo, aquéllas supieron unir en una
misma confesión a los intelectuales y al pueblo fiel. Lo mismo que cree el
intelectual Santo Tomás es lo que cree la viejita analfabeta, si bien con
diversos niveles de penetración. La Iglesia ha sabido unir en una misma
confesión a estos dos extremos, digámoslo así. Citemos su texto: "La
fuerza de las religiones, y especialmente de la Iglesia católica, ha consistido
y consiste en el hecho de que siente enérgicamente la necesidad de la unión
doctrinal de toda la masa 'religiosa', y se esfuerza porque los estratos
intelectualmente superiores no se separen de los inferiores. La Iglesia romana ha
sido siempre la más tenaz en esa lucha por impedir que se formen 'oficialmente'
dos religiones, la de los 'intelectuales' y la de las 'almas sencillas'. En
cambio –agrega– una de las mayores debilidades de la filosofía inmanentista en
general consiste precisamente en no haber sabido crear una unidad ideológica
entre lo bajo y lo alto, entre los 'sencillos' y los 'intelectuales'". Por
eso, como veremos más adelante, Gramsci asignaba una enorme importancia a la
capacidad destructiva de la herejía modernista de comienzos de este siglo, que
de haber llegado a triunfar hubiera acabado por crear dos iglesias, la Iglesia
de los intelectuales racionalistas, y la Iglesia del pueblo, que iba por su
lado, y seguía con la fe de los padres, de sus padres.
Para Gramsci esta unión del intelectual y del
pueblo sencillo constituye una de las claves de la extraña supervivencia y del
influjo del catolicismo que él por supuesto no podía explicar desde un punto de
vista sobrenatural, que no tenía. Era un hecho, algo fáctico. ¿Por qué duró
tanto tiempo la Iglesia? Para él no cabe otra explicación que ésta: la unidad
monolítica doctrinal entre lo más alto y lo más bajo. Aun cuando la Iglesia
contiene en su seno una élite culta y una masa primitiva, se ha negado siempre
a separarlas, cuidando de que los elementos fundamentales, a saber, la doctrina
y la moral, o sea lo que se cree y lo que se vive, sean los mismos para todos.
La Iglesia nunca dejó de ser popular, llegando con su enseñanza a toda la
población, sobre todo a través dela instrucción de los párrocos que en la
práctica han hecho de cada parroquia una especie de "comité"
religioso, si se nos permite la expresión. La Iglesia ha tenido eso; todos los
domingos se reúne en cada barrio una gran cantidad de fieles que oyen la misma
doctrina y aprenden la misma moral. Esto sucede sobre todo en el campo, observa
Gramsci; los párrocos rurales son los principales responsables de la creación
del sentido común tradicional que impera en Europa.
El catecismo es la doctrina de los teólogos, pero
desmenuzada, para que todos la entiendan. Por eso Gramsci juzgaba que en Italia
era la Iglesia la principal alimentadora de ese sentido común cristiano que,
como veremos, será preciso erradicar, arrancar de cuajo, para que pueda prender
el nuevo sentido común materialista-inmanentista.
En última instancia, lo que explica la
existencia y la piel dura de un sentido común concreto es el papel
preponderante de los intelectuales, de los miembros de las clases hegemónicas
que han obtenido el consenso de las clases dominadas, amalgamándolas en una
cosmovisión común. Las clases hegemónicas, a través de las diversas
instituciones educativas, van creando una mentalidad uniformada, detentando la
dirección intelectual y moral de la sociedad civil, cosa mucho más importante
que lo que puede lograr la mera coerción de los órganos de la sociedad
política, como son el ejército, la policía y los tribunales.
V.- EL PAPEL DEL INTELECTUAL
El tema del sentido común
nos ha introducido en la consideración del papel del intelectual en la
concreción, destrucción y recreación del sentido común.
1.-
El intelectual orgánico
Si bien el pensamiento de
Gramsci está embebido en la doctrina de Marx, el hecho de haber sido testigo de
cómo la Revolución de Octubre no se cumplió según las previsiones mecanicistas
de los comentadores de Marx, ocurriendo la revolución donde no tenía que
ocurrir y como no estaba previsto que ocurriera, hizo que Gramsci concediera
peculiar importancia a la preparación humana de la revolución donde todavía no
ha acaecido, mediante una previa “reforma intelectual y moral”, atribuyendo más
relevancia a las ideas de la superestructura que a la base económica de la
estructura.
Es cierto que de esto ya hay
antecedentes en los “padres” del comunismo. Así Marx y Engels, reconocían que
“el arte de crear con la palabra es un instrumento al servicio de la
Revolución”.
Stalin, por su parte,
afirmaba que “las palabras son balas” y “los escritores son los ingenieros de
las almas”… Sin embargo, en general, la insistencia de los padres del comunismo
recayó más bien en lo económico. Gramsci, en cambio, va a insistir más en lo
cultural. Gracias a esta enfatización toma distancia de todo determinismo
exagerado, dejando la historia más abierta, más fluida. De ahí que no haga
exclusiva la incidencia de la base económica y atribuya un papel tan relevante
a la cultura, la concepción del mundo, la ideología, y por tanto, a sus
principales agentes, los intelectuales. Gramsci, se resiste a considerar la
historia simplemente como historia de la lucha de clases. Según su peculiar
interpretación del marxismo, la dominación de la clase dirigente, sin dejar de
ser económica, es, sobre todo y antes que nada, de carácter ideológico.
Eso no significa que el
marxismo haya renunciado a la violencia. La violencia está postulada como un
principio doctrinario al final del Manifiesto y cabalmente asumida por Lenin
cuando escribe que el terrorismo es una de las formas de la acción militar que puede
ser perfectamente aplicable, y hasta indispensable en un momento dado del
combate, en un determinado estado de las fuerzas y en precisas condiciones.
Pero lo que se consigue por el convencimiento es mucho más efectivo. Los
métodos de Juliano el Apóstata, que trató de “ganarse” a los cristianos,
resultan a este respecto infinitamente más aptos que los de un Diocleciano,
como bien escribe Augusto Del Noce.
La experiencia histórica así
lo prueba. La sociedad tradicional, la sociedad cristiana, supo llegar a las
masas más que a través de la violencia, a través de la impregnación lenta,
paciente, cultural e intelectual. Sabe bien Gramsci que fueron los
intelectuales y no otros los “inspiradores” del grupo dirigente, en orden a
impregnar de evangelio la sociedad medieval. Y así los intelectuales lograron
formar lo que Gramsci denomina un “bloque histórico”. Emplea esta fórmula para
describir la situación en que se realiza la hegemonía de una clase sobre el
conjunto de la sociedad. La clase dirigente se legitima, se justifica mediante
la imposición de su propia concepción del mundo; y lo hace por medio de la
estructura ideológica. Las clases subalternas, a saber, todo el resto del
cuerpo social menos la clase dirigente, se sienten representados en ésta y así
le dan su consenso. Lo expresivo del término “bloque”, bloque ideológico,
bloque histórico, reside en su intuitiva representación de algo macizo,
consolidado, sin rendijas, compacto. Pues bien, la argamasa de ese bloque, de
ese edificio histórico no es otra que la ideología. El bloque histórico es un
bloque ideológico, y sólo en la medida en que lo sea orgánicamente, la sociedad
no conocerá crisis o, en otras palabras, habrá hegemonía serena y aceptada. Y
como el bloque es ideológico, los elementos soldadores son los individuos que
trabajan con las ideas, los intelectuales. De ahí la importancia de esa élite
de intelectuales integrados en la clase dirigente, a los que Gramsci llama
“intelectuales orgánicos”. Ellos no sólo son el arma de la lucha de clases: son
la misma lucha de clases en el interior de la inteligencia, en el interior de
la cultura.
2.
El intelectual y las masas
Una realidad semejante
postula consecuentemente la iniciativa de los intelectuales para alcanzar la
transformación socialista de la sociedad. Así como Gramsci nunca aceptó que las
meras transformaciones económicas fuesen suficientes para operar de por sí un
cambio social, de manera semejante se opuso a la creencia de que serían las
mismas masas populares las que, desde abajo, se rebelarían casi instintivamente
contra el bloque ideológico vigente. Se requiere, pensó Gramsci, un esfuerzo
desde lo alto, un esfuerzo de inteligencia, y un plan adecuado para la
propagación capilar de los resultados de esa actividad intelectual. Gramsci
desconfiaba de la “espontaneidad de las masas”. Primero, porque la masa no
suele incluir elementos suficientemente conscientes, capaces de afianzar la
conciencia de clase; segundo, y principalmente, porque los movimientos
espontáneos de rebelión pueden resultar contraproducentes, favoreciendo a la
clase dominante y justificando los golpes militares, los golpes de Estado.
Gramsci valora la espontaneidad de la base popular, del sentido común, pero
sólo en la medida en que es recogida, interpretada y repropuesta por los intelectuales
del Partido.
“Las ideas y las opiniones –dice– no ‘nacen’
espontáneamente en el cerebro de cada individuo: han tenido un centro de
formación, de irradiación, de difusión, de persuasión, un grupo de hombres o
incluso una sola individualidad que las ha elaborado y las ha presentado en la
forma política de actualidad”.
Es pues imposible que el
conocimiento, la cultura, broten desde abajo, desde las masas. La
autoconciencia crítica sólo se explica histórica y políticamente por la
aparición de una élite de intelectuales: una masa humana jamás se “distingue”,
jamás se hace independiente “por sí misma”, sin organizarse, al menos en
sentido lato, y no hay organización sin intelectuales, o sea, sin organizadores
y dirigentes; es menester que el aspecto teórico del nexo teoría-práctica se
precise concretamente en un estrato de personas “especializadas” en la
elaboración conceptual y filosófica. Se trata de dirigir toda la masa, no según
los viejos esquemas sino innovando, y la innovación, en sus primeros estadios
al menos, no puede ser algo proyectado por la masa, provocado por la masa, sino
que debe pasar por la mediación de una élite en la cual la concepción implícita
en la masa se haya hecho ya, en alguna medida, conciencia actual, coherente y
sistemática, al tiempo que voluntad precisa y resuelta. Se trata, pues, de
lograr una “penetración cultural”; este es el primer y continuo momento, no
sólo el primero sino el continuo momento, de la conquista revolucionaria de la
sociedad civil. Sin dicha penetración, el proletariado “no podrá tomar jamás
conciencia de su función histórica”. Una revolución proletaria no puede ser
analfabeta. Más aún, el analfabetismo cultural hace imposible la revolución.
Gramsci concedió siempre una importancia primordial a la ideología, al trabajo
lento pero eficaz de las ideas difundidas en la masa.
Es cierto que a lo que se
apunta es a la hegemonía del proletariado. Pero un intento hegemónico semejante
ha de ser asumido por la revolución proletaria, valorando la función de la ideología
y de los intelectuales. El proletariado comienza a ser hegemónico cuando toma
conciencia de sí, como clase superadora, pero para lograrlo necesita una
concepción del mundo que impregne la sociedad civil y la sociedad política. Una
voluntad colectiva de este tipo deberá ser preparada, como lo dijimos
anteriormente, por una “reforma intelectual y moral”, y esto es tarea propia
del intelectual, que haga llegar la ideología marxista hasta las últimas
estribaciones del sentido común. Como el actual sentido común está impregnado
en los valores tradicionales y es tan refractario a la concepción marxista, se
percibe la necesidad de que la cosmovisión materialista de la vida vaya
llegando poco a poco hasta las últimas rendijas del sentir popular. Una tarea de
tal envergadura no se improvisa. Ni tampoco saldrá espontáneamente de las
masas. Habrá de ser preparada y llevada a cabo por los “trabajadores de las
ideas”, como dicen los marxistas, es decir, por los intelectuales. Sin ellos no
será posible revolucionar la sociedad civil, lo cual, como ya se vio, es el
único modo de conquistar la sociedad política.
Queda así clara la
trascendencia de la figura del intelectual. La dirección intelectual de una
sociedad, que se realiza a través de la educación, en el sentido amplio de la
palabra, y que incluye tanto la creación y fomento de una concepción del
hombre, del mundo, de la historia, como su continua transmisión a las nuevas
generaciones, es requisito imprescindible para la instauración y para la
perseverancia de una determinada forma social. Lo es también para lograr abatir
y sustituir la forma que se quiere reemplazar. Eso y no otra cosa es la
revolución. Una revolución que, como se advierte, antes que nada es cultural.
La receta de Gramsci es
clara: conquistar “el mundo de las ideas”, para que lleguen a ser “las ideas
del mundo”.
3.
El intelectual de la praxis
Parece realmente extraño
escuchar de un marxista como Gramsci que las clases populares no sean capaces,
por sí solas, de desechar las ideas de las clases dominantes, de ahí la función
primordialmente educadora de los intelectuales marxistas. Esta concepción
pareciera encubrir un marcado tono paternalista y elitista. Para salir al paso
de tal objeción, Gramsci recurre a una vieja idea de Marx: el educador ha de
ser educado. El intelectual analiza, interpreta y da forma a lo que ya existe
en el elemento popular; pero, al hacerlo, también él resulta convertido,
educado. Así se realiza, dice Gramsci, un intercambio entre los intelectuales
que se “popularizan” y las masas populares que acceden a la concepción crítica
del mundo, la marxista.
Ya hemos destacado hasta qué
punto Gramsci desconfiaba de toda “espontaneidad” de las masas. Asimismo
desconfía de toda teoría “académica”, puramente contemplativa, sin proyección
social.
Eso es lo que enrostra a la
cultura liberal. “La cultura moderna –escribe–, que es idealista, no consigue
elaborar una cultura popular, no consigue dar un contenido moral y científico a
sus programas escolares, los cuales quedan en esquemas abstractos y teóricos;
sigue siendo la cultura de una reducida aristocracia espiritual”.
Gramsci propicia una
“filosofía de la praxis”, precisamente. La síntesis no es fácil. Por una parte
sabe que la práctica sin teoría está ciega, se desintegra en el atomismo. Y por
otra, al afirmar que corresponde a la élite intelectual “elaborar una
concepción del mundo y realizarla mediante su identificación con el proceso
histórico en acto”, debe estar atento para no exaltar demasiado la teoría, para
no incidir en lo que para un marxista es la mayor aberración: el primado del
ser, el primado de la verdad, el reconocimiento de ese primado, de esa verdad
contemplada en la esencia metafísica de las cosas, una verdad que explica la
realidad y la trasciende. ¿Cómo compaginar estas dos constataciones? Primero,
reafirmando la cosmovisión materialista: el espíritu no es sino otro nombre de
la materia; y segundo, haciendo coincidir la teoría con la praxis del trabajo
intelectual, que pone en práctica esa misma teoría. No se trata por tanto de
formar intelectuales académicos, ni siquiera intelectuales meramente
reformistas, sino auténticamente revolucionarios.
Por eso Gramsci llamó a su
interpretación del marxismo –a la yuxtapuesta combinación de historicismo y
materialismo– filosofía de la praxis. Esta fórmula expresa la idea del
materialismo histórico, por una parte, y por otra muestra la teoría en orden de
batalla. Filosofía de la praxis: una teoría en combate, lanza en ristre, las
ideas en acción, en orden a acelerar el proceso de hegemonía del proletariado.
Filósofo es aquel que tiene una concepción del mundo, pero dicho filósofo sólo
será cabal cuando produzca una norma de vida, una voluntad de transformación
del mundo, afirma Gramsci sobre la base de la XI Tesis de Marx sobre Feuerbach:
“Se puede decir que el valor histórico de una filosofía puede ser calculada por
la eficacia práctica que esta filosofía ha conquistado”.
El filósofo de la praxis no
será tal si se queda en lo meramente expositivo, si no intenta la transformación
del sentido común, si no inculca en las masas este nuevo filosofar que acompaña
19 y sistematiza la acción revolucionaria. El filósofo se vuelca a la praxis
para penetrar a las masas de inteligencia revolucionaria.
4.
El Partido como intelectual
En esta labor educativa, al
Partido Comunista le compete un lugar irremplazable. Para Gramsci dicho Partido
es la fuerza que hace viable el tránsito irreversible desde la visión arcaica
de la vida orientada por un fin trascendente de la existencia histórica, hacia
una cosmovisión moderna, inmanentista y secular. El gran proyecto del marxismo
gramsciano es la instauración del espíritu de inmanencia, la instauración de la
modernidad, trasladar a este hombre arcaico, que no vive el espíritu del mundo
moderno, del mundo idealista, al ámbito de la modernidad, de la inmanencia.
Estas dos palabras,
modernidad e inmanencia, entendidas como exclusión absoluta de la trascendencia
religiosa, valen para Gramsci más que las ideas tradicionalmente marxistas de
“clase” o de “proletariado”. Lo importante es el concepto “moderno” de la vida.
Pues bien, el Partido, llamado a llevar a cabo dicha instauración, es, para
Gramsci, el depositario de la verdad, el forjador del “sentir común” de la
nueva sociedad. Por eso ocupa en la conciencia “el puesto de la divinidad”,
como ha dicho un comentarista de Gramsci. El Partido deberá ejercer la
hegemonía intelectual, de manera semejante al modo como la Iglesia lo ejerció
en la Edad Media. Todo acto deberá ser reputado útil o dañoso, virtuoso o vicioso,
únicamente en la medida en que tenga como punto de referencia al moderno
Príncipe, quien ocupa en las conciencias el lugar de la divinidad o del
imperativo categórico.
Para que el Partido
Comunista pueda realizar esta labor educativa, requiere, afirma Gramsci, como
exigencia fundamental, una estricta unidad ideológica, de carácter monolítico,
el logro de una perfecta homogeneidad entre dirigentes y dirigidos, entre jefes
y masas. El lenguaje de Gramsci adquiere aquí ribetes castrenses. Los “jefes”, describe,
deben apoyarse inmediatamente en los “cabos”, el elemento intermedio, que
articula el primero con el último elemento, el de los “soldados”. Lenguaje
militar; jefes, cabos, soldados. El último estamento, el de los soldados, es
“un elemento difuso –dice– de hombres comunes, cuya participación está
garantizada por la disciplina y por la fidelidad, no por el espíritu creativo y
altamente organizativo”. Es evidente que sin estos soldados el Partido nada
podría; sin embargo no habrá que confiarles funciones directivas, pues si falta
esta fuerza de cohesión, en cierto modo jerárquica, formada por los cabos y los
capitanes, la masa se diluiría, volviéndose amorfa e impotente. Gramsci
mantiene así una precisa distinción entre élite comunista y masa comunista,
aunque la suavice diciendo que la élite recoge las instancias de las masas para
teorizarlas, idear la estrategia y dirigir las bases con la educación adecuada.
Así como los partidos en el
Estado burgués expresan y organizan la defensa de los intereses de una o varias
clases sociales, constituyendo esos diversos partidos en el fondo un solo
partido “ideológico”, en defensa y propagación de las ideas de las clases
dirigentes, así el Partido revolucionario, el Partido Comunista, es
esencialmente creador, organizador y difusor de una nueva concepción del mundo,
la marxista. En cuanto creador, organizador y difusor de la nueva ideología, el
Partido engendra la conciencia hegemónica del proletariado, haciéndose así
capaz de 20 atraerse a las clases subalternas, mediante la conquista de la
estructura ideológica de la sociedad civil.
VI.- LA ESTRATEGIA PARA LA
VICTORIA
Ya hemos observado varias
diferencias entre Gramsci y Marx en el campo de la doctrina. Ello se advierte
también cuando se trata de la estrategia que hay que seguir. Para Marx era
posible conocer con exactitud el proceso dialéctico de la historia, de donde
deducía que la historia era una verdadera ciencia. Gramsci precisa que no es
posible “prever abstractamente el porvenir de la sociedad. Se puede prever
científicamente sólo la lucha, no los momentos concretos de ella, que no pueden
ser sino el resultado de fuerzas contrastantes en continuo movimiento, nunca
reductibles a cantidades fijas, porque en ellas la cantidad se hace
continuamente calidad”.
1.
La ofensiva cultural
Reflexionando Gramsci,
todavía joven, sobre lo que había ocurrido en Rusia, a saber, la toma violenta
del poder político, su primer designio se inspiró en algo semejante: organizar
“consejos de fábrica”, que fuesen como los gérmenes de la futura dictadura del
proletariado, las células básicas de la revolución. Pero al fracasar dicha
experiencia, entendió que la revolución en Italia no podía ser igual que en
Rusia. Si para Lenin, todavía fiel a la concepción marxista de la sociedad civil,
el primer objetivo era la conquista del Estado, para Gramsci, al contrario, lo
es la conquista de la sociedad civil, entendido en un sentido propiamente ideal
y cultural. Lenin sostenía que la revolución debía comenzar por la toma del
Estado para finalizar con la transformación de la sociedad. Gramsci invierte
los términos: se debe comenzar por la sociedad para culminar con la toma del
poder político, del Estado.
Según la estrategia de
Gramsci, lo que corresponde es una “agresión molecular”, como él dice, a la
sociedad civil. Según ya vimos, la sociedad es para él un complejo sistema de
relaciones culturales, un ámbito donde la batalla central se libra en el campo
de las ideas religiosas, filosóficas, científicas y artísticas. Pues bien,
dice, todas estas son las fortalezas que es preciso ir conquistando poco a
poco, las casamatas que hay que ocupar. Como se ve, le gusta mucho el lenguaje
militar: fortalezas, casamatas, trincheras…
Tal es la perspectiva
cotidiana, inmediata, de una eficaz revolución proletaria. La revolución es, de
por sí, universal, por supuesto, la revolución es, de por sí, total, pero su
preparación ha de ser minuciosa, sectorializada. Por eso será menester
estudiar, prosigue Gramsci, cuáles son los elementos de la sociedad civil que corresponden
a los sistemas de defensa en la guerra de posiciones. Porque en este caso no es
cuestión de una guerra de movimientos, de una guerra al aire libre, de una
batalla campal; se trata de una guerra de trincheras, de posiciones. Entre el
Estado y las masas hay un montón de trincheras. No se trata de tomar el Palacio
de Invierno, o sea la sede de los Zares, sino las casamatas de la cultura, que
separan el Estado del pueblo.
Coincidía en esto con el
último Lenin quien decía: “Hay que sustituir el asalto por el asedio”.
Así Gramsci no apuntó a los medios de
producción, como Marx, ni a los medios de poder político, como Lenin, sino a
los medios de comunicación y educación, considerándolos como el objetivo básico
para la conquista del poder. Para ello es vital el control de los medios de
comunicación de ideas, universidades, colegios, prensa, radio, etc. Lo que hay
que destacar es lo esencial: la conquista de la hegemonía es más importante que
la toma del poder político. Un poder político que no tenga una sociedad civil
que le responda ideológicamente, está girando en el vacío. Si se logra que la
mayoría acepte la ideología inmanentista, la ideología socialista, la toma del
poder político será como recoger una fruta madura.
Trátase, como puede verse,
de una estrategia sin tiempo que a algunos desorientará por las alianzas
totalmente insospechadas que podrá entablar un marxismo que trabaja en una
guerra de trincheras. Las alianzas podrán cambiar, pero los objetivos son
invariables: suplir los valores sobre los que se asienta la sociedad. Esta
estrategia está impregnada de rasgos maquiavélicos. No en vano para Gramsci el
moderno Príncipe es el Partido Comunista, quien no deberá desdeñar sin más los
sabios consejos de Maquiavelo. ¿En qué sentido el Partido es el nuevo Príncipe?
Antes que nada por su extremo realismo, que lo conducirá a saber aprovechar
todas las ocasiones para alcanzar los objetivos que se propone.
El moderno Príncipe, dice,
“está caracterizado por la máxima decisión, energía, resolución, y es dependiente
de la creencia fanática en las virtudes taumatúrgicas de sus ideas”. El
Príncipe de Maquiavelo se movía, por cierto, en el ámbito particular de la
historia renacentista, entre intrigas de palacio y un pequeño mundo disputado
por varias decenas de “condottieri”. El Partido, como moderno Príncipe, es el
agente de la historia total, de la sustitución de una hegemonía por otra. No
habrá de ser un Príncipe dogmático sino flexible, astuto, que jamás olvide
hacer un cuidadoso cálculo, sumas y restas, de los intereses e ideas en juego,
para luego saber aprovechar las debilidades ajenas, y preparar las “traiciones
de clase” de que hablaremos enseguida.
2.
Desmontaje y montaje
Acabamos de ver cómo el
error de Lenin, al menos para Gramsci, fue quizás emprender la toma del poder
político, mientras la sociedad rusa continuaba impregnada de las ideas y
creencias tradicionales. Pero esa sociedad era “gelatinosa”, dice Gramsci: y
eso puede explicar un poco lo de Lenin. No es así la sociedad occidental,
asentada sobre una cosmovisión bastante definida.
Gramsci juzga que la
hegemonía proletaria sólo se alcanza de manera plena cuando se consigue
destruir la cosmovisión preexistente en una determinada sociedad, y se logra
introducir la nueva conciencia del inmanentismo integral. Habrá que meter pie
en el aparato del Estado, en los medios de expresión de la opinión pública, en
las universidades, en los colegios, en las parroquias. Como la larga marcha de
Mao, pero no a través de las montañas, sino a través de las instituciones. La
revolución habrá de ser preparada con tiempo, paciencia y cálculo de
alquimista, desmontando pieza por pieza la sociedad civil, infiltrándose en sus
mecanismos, cambiando la mentalidad de la mayoría. No bastan pues los cambios
económicos, como no es suficiente la toma del poder estatal. Todo ello sería
insuficiente y precario, ya que el dominio burgués seguiría teniendo el
consenso de las clases subalternas, y la burguesía reconquistaría pronto el
poder político, con la excusa de salvar “el orden conculcado”, quizás a través
de un caudillo al estilo de 22 César, Napoleón o Mussolini. A toda costa es
preciso evitar el caos, porque en el caos perdemos todos; el caos puede llamar
de nuevo a las fuerzas de la vieja cosmovisión.
Resumiendo, Gramsci razona
así: El mundo moderno es el mundo de la inmanencia, y entre inmanencia y
trascendencia no hay mediación posible. Sólo llevando el inmanentismo hasta sus
últimas consecuencias se podrá establecer el “orden nuevo”. La implantación de
dicha hegemonía implicará dos momentos. Ante todo, el momento crítico,
consistente en corroer y destruir la cosmovisión persistente; es una lucha
intelectual, que apunta a la eliminación de los principios fundamentales que
constituyen la estructura mental de la sociedad. El segundo es constructivo, y
apunta a la integración de la nueva cosmovisión, de modo que impregne las
mentes de la sociedad. Conseguida esta finalidad, se habrá alcanzado la
hegemonía. Detengámonos un tanto en estos dos grandes momentos de la estrategia
gramsciana: destruir primero para luego edificar.
a.-
El momento destructivo
Acertadamente señala Gramsci
cómo toda revolución seria ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica,
de penetración cultural, de permeación de ideas. El último gran ejemplo histórico,
el más próximo a nosotros, y, por eso mismo, el menos diverso del nuestro, es
el de la Revolución Francesa. El período cultural anterior a la revolución,
llamado de la Ilustración, no fue, dice Gramsci, como lo presentan los fáciles
críticos teóricos, un revoloteo de charlatanes, de superficiales inteligencias
académicas y enciclopédicas, que se reunían en salones aristocráticos para
discurrir de todo y de todos: no fue un simple fenómeno de intelectualismo
pedante y árido, en torno a nueva Biblia, la Gran Enciclopedia de D’Alembert y
Diderot. “Fue una revolución magnífica merced a la cual se formó por toda
Europa como una conciencia unitaria, una internacional espiritual burguesa,
sensible en cada una de sus partes a los dolores y a las desgracias comunes, y
que fue la mejor preparación de la rebelión sangrienta ocurrida luego en
Francia”.
Y así, dice, acaeció que en
Italia, en Francia y Alemania se discutían las mismas cosas, las mismas
instituciones, los mismos principios. Cada nueva comedia de Voltarie, cada
“panfleto” nuevo era como una chispa que pasaba, por los hilos, ya tendidos
entre Estado y Estado, entre región y región, y que encontraban los mismos
consensos y las mismas oposiciones en todas partes y simultáneamente. De modo
que cuando las bayonetas del ejército de Napoleón llegaron a los lugares
conquistados encontraron ya el camino allanado por un ejército invisible de
libros, de opúsculos, de panfletos, derramados desde París a partir de la
primera mitad del siglo XVIII, y que habían preparado a los hombres y las
instituciones para la revolución. “Más tarde, una vez que los hechos en Francia
consolidaron de nuevo la conciencia, bastaba un movimiento popular en París
para provocar otros análogos en Milán, en Viena y hasta en las aldeas más pequeñas.
Todo esto parece natural,
espontáneo a los facilones, pero en realidad sería incompresible si no se
conocieran los factores de cultura que contribuyeron a crear aquellos estados
de ánimo dispuestos a estallar por una causa que se consideraba común”.
Pues bien, a imitación de la
estrategia empleada por la Revolución Francesa, dice Gramsci, el marxismo, que
es hijo legítimo de esa Revolución, primero tendrá que desmontar. Tendrá que hacer ese trabajo volteriano, del panfleto, de
la comedia, de la burla del antiguo estado. No siempre será fácil, pero habrá
que hacerlo. Habrá que ir desintegrando lentamente el bloque histórico, el
bloque ideológico dominante, habrá que meterse, buscar cualquier rendija, por
pequeña que sea, para irlo resquebrajando, tratar de que comiencen a fallar los
mecanismos de la sociedad civil en vigor.
En este trabajo de
demolición a lo que hay que apuntar ante todo es, obviamente, a la clase
hegemónica y dominante, porque detenta tanto la hegemonía como el poder
político, para que empiece a perder la hegemonía y pase a ser sólo dominante.
Es decir que no tenga ya el control sereno de las ideas sino que se vaya
haciendo solamente dominante, de pura coerción, exclusivamente policial o
judicial. En Occidente la clase dirigente es hegemónica, observa Gramsci,
gracias a esa ligazón estrecha, interdependiente, entre sociedad política y
sociedad civil.
Lo que tiene que hacer la
revolución es demostrar la hegemonía reinante en la sociedad civil, tratar de
que la clase dirigente pierda el consenso, es decir, que no sea ya dirigente,
sino únicamente “dominante”, detentando la pura fuerza coercitiva. “Para ello
hay que tratar de despojarla de su prestigio espiritual, desmitificando los
elementos de su cosmovisión mediante una crítica continua y corrosiva. Esta
crítica debe sembrar la duda, el escepticismo y el desprestigio moral en
relación de quienes dirigen. Debe destruir sus creencias y sus instituciones y
debe corromper su moralidad”. Tal sería el blanco inicial de la estrategia de destrucción:
lograr el desprestigio de la clase hegemónica, de la Iglesia, del ejército, de
los intelectuales, de los profesores, etc. Habrá incluso que aprovechar las
ideas mismas de las clases dirigentes, empleando por ejemplo su mismo lenguaje.
Habrá que enarbolar las banderas de las libertades burguesas, de la democracia,
como brechas para penetrar en la sociedad civil. Habrá que presentarse
maquiavélicamente como defensor de esas libertades democráticas, pero sabiendo
muy bien que se las considera tan sólo como un instrumento para la
marxistización general del sentido común del pueblo.
El resquebrajamiento del
mundo burgués era par Gramsci uno de los signos que le daban más esperanzas de
triunfo. Una sociedad se desintegra, un bloque histórico se agrieta cuando
comienzan a fallar los mecanismos de la sociedad civil. Este quebranto es, en
gran parte, la obra de los intelectuales que empiezan a traicionar. Gramsci
considera que se ha ganado una gran batalla cuando se logra la defección de un
intelectual, cuando se conquista a un teólogo traidor, un militar traidor, un
profesor traidor, traidor a su cosmovisión. Nada más efectivo que eso: suscitar
la traición de algunos intelectuales a la cosmovisión tradicional, con el
consiguiente acercamiento a la nueva hegemonía que aparece en el horizonte. No
será necesario que estos “convertidos” se declaren marxistas; lo importante es
que ya no son enemigos, son potables para la nueva cosmovisión.
De ahí la importancia de
ganarse a los intelectuales tradicionales, a los que, aparentemente colocados
por encima de la política, influyen decididamente en la propagación de las
ideas, ya que cada intelectual (profesor, periodista o sacerdote) arrastra tras
de sí a un número considerable de prosélitos. El bloque comienza a resquebrajarse
cuando un cierto número de intelectuales traiciona a los representantes de la
hegemonía reinante. Es este un aspecto muy importante en la estrategia
gramsciana: lograr el desprestigio de la clase hegemónica. Y algo más: lograr
que los que se opongan o intenten oponerse al orden nuevo, los que denuncian su
estrategia, sean reducidos al silencio. Esto es fácilmente conseguible a través
de 24 los órganos de difusión cultural; denigrar y ridiculizar a los que luchan
contra la nueva cosmovisión, como si se tratara de gente retardataria,
cavernícola, etc., que no está a la altura de los tiempos modernos.
Tal fue uno de los métodos
que, en la línea de Gramsci, sería predileccionado por el comunismo italiano,
el de marcar a fuego al adversario. Gracias al dominio cultural, hoy ya no se
hacen necesarios los campos de concentración para los adversarios lúcidos del
marxismo. Ya no será necesario emplear el terror físico contra los disidentes
intelectuales de la nueva cosmovisión, de la nueva hegemonía. Bastará su
marginación moral. Como bien dice Del Noce, “la así llamada evolución
democrática del comunismo consiste en el paso del terror físico a la
marginación moral”. Pero no habrá que limitarse solamente al desprestigio de la
clase hegemónica. Será preciso dirigirse también a las masas.
Aunque Gramsci sea algo
elitista, como hemos podido observar, sin embargo no olvida las masas. Los
intelectuales del proletariado, como él dice, y el Partido como “intelectual
colectivo” deberán tener muy en cuenta lo que haya de positivo en el modo de
pensar del pueblo, el “núcleo sano” del sentido común y, a partir de allí,
difundir la concepción materialista de la vida. Ya hemos visto como Gramsci,
más inteligente que muchos “materialistas”, sabía perfectamente que en el cristianismo
se valora no poco la materia, según se advierte especialmente en el campo de
los sacramentos.
Habrá que partir de ese
“materialismo” de los cristianos, para “materializar” el sentido de su vida,
para inmanentizar el sentido de su vida, ilustrando todo con el materialismo,
incluidas las acciones más banales, las consideraciones más elementales de la
gente sencilla. Gramsci no desdeña el potencial transformador que pueden
representar las clases populares.
La “elementariedad” de sus
ideas, el aislamiento que las caracteriza, las ha hecho a veces impermeables a
las ideas de las clases conductoras, y entonces, si se logra introducir en el
modo de vida del pueblo y en sus intereses inmediatos la concepción marxista
del mundo se estará resquebrajando eficazmente la actual sociedad civil.
b.
El momento constructivo
Hasta acá la tarea del
desmontaje. Mas luego debe seguirse la implantación de la nueva cosmovisión, el
ulterior montaje.
El socavamiento de las instituciones que
integran la sociedad civil prepara un vaciamiento de ideas, pero cuidado, dice
Gramsci, con dejar a la sociedad sin ideas, no vaya a ser que aparezca un
“dictador”; inmediatamente el vacío habrá de ser llenado por los hombres de la
nueva fe, de la fe en la mística de la revolución. “Mientras por todas partes
se critica el confesionalismo, los comunistas preparamos un ‘confesionalismo
ateo’, primero elevando al rango de cosa sagrada el advenimiento de una
democracia de la que ellos serían los inspiradores populares. En definitiva,
una reedición del viejo vox populi, vox Dei, con una fe dejada en la
ambigüedad, para atraer a los que, por diversas razones, profesan ya una fe
ambigua”.
Gramsci recuerda a este
propósito aquel viejo método de la Iglesia, método que tanto admira, a saber,
su persistencia en predicar constantemente lo mismo, sin moverse un ápice de la
doctrina, repitiendo imperturbablemente su apologética, luchando siempre y en
todo momento con argumentos semejantes, y manteniendo en pie una jerarquía de
intelectuales.
Los marxistas 25 tenemos
mucho que aprender de semejante método. No cansarnos nunca de recurrir a los
mismos argumentos, si bien podemos variar literariamente su forma. La
repetición es el medio más didáctico para influir sobre la mentalidad popular,
al tiempo que no cesa el trabajo por ir elevando intelectualmente estratos
populares, es decir, creando grupo de intelectuales que puedan luego iluminar a
los demás.
3.
La superación del cristianismo
Dentro de la estrategia de
Gramsci ocupa un lugar muy importante el tema del cristianismo. Es curioso
observar cómo si bien tanto Marx como Gramsci juzgan que el cristianismo es
algo terminado, una reliquia del pasado, un cadáver, sin embargo no pierden
ocasión de referirse a él, e incluso lo consideran el peor enemigo. Gramsci, escribe
Del Noce, “es el pensador más rigurosamente anti-religioso, al menos como
crítico de la religión de Dios trascendente y creador. Su preocupación como
filósofo es alcanzar un inmanentismo tan riguroso que no deje ya espacio para
la más mínima tentación de renacimiento religioso”. El enemigo es la religión
que él conoció en Italia, la religión católica. Tal es el gran enemigo. Gramsci
piensa que mientras el catolicismo siga conservando su influjo en el sentido
común, no hay perspectivas para el marxismo, lo dice expresamente, no hay
perspectivas. De ahí que, dentro de sus grandes lineamientos tácticos, indique
una estrategia para tener en cuenta en la lucha anti-religiosa. No es que
Gramsci ignore las realizaciones a que ha dado lugar el cristianismo, su
desarrollo histórico, la constante tarea de la Iglesia en pro de la formación
de cuadros, su continua preocupación por los estratos populares, en vigilante
control sobre sus dirigentes tanto en el campo ideológico como en el práctico.
Gramsci está lejos de aquella actitud ciega del marxista fanático, del
materialista idólatra, que voluntariamente se obstina en desconocer todo eso,
incapacitándose así para trabajar con verdadera eficacia en la erradicación de
la religión. El cristianismo, gusto o no guste, es una realidad histórica,
afirma Gramsci; no se trata de negarlo, porque es bien real, no se trata de
ridiculizarlo, porque no tiene en sí nada de ridículo, al contrario, ha
representado un exitoso esfuerzo histórico. Se trata de hacer entender a los cristianos
que todo aquello por lo que han luchado y en lo que han creído, no es más que
una versión utópica e ilusoria de las necesidades, intereses y aspiraciones
reales.
La filosofía de la praxis
recogerá esas necesidades, intereses y aspiraciones, mantendrá, por así
decirlo, dichas necesidades, intereses y aspiraciones, pero haciéndoles sufrir
una transformación radical. Las recogerá, pero inmanentizándolas. ¿Buscan Uds.
un paraíso? Lo tendrán, pero no en el más allá sino en la tierra; el paraíso,
sí, pero en la tierra. Conservará, incluso, el lenguaje teológico, pero dándole
un nuevo contenido, un contenido inmanentista.
Es éste un aspecto muy
importante para entender la estrategia gramsciana de la lucha anti-religiosa.
Para Gramsci la religión es la utopía más gigantesca que haya aparecido en la
tierra. El más grandioso intento por conciliar en forma mitológica
contradicciones reales de la vida histórica. La religión se manifiesta como
apreciando al hombre, como buscando su bien pero en la perspectiva de “otro
mundo”, en la esfera de lo utópico. Se trata de recuperar esa importancia que
se atribuye al hombre, pero no vinculándolo a una vacua “trascendencia”, sino a
la misma historia del hombre, la que es hecha por el hombre y para el hombre, a
través de la cual el hombre se crea a sí mismo.
Labor, por tanto,
intelectual y práctica a la vez: refutar teóricamente el cristianismo,
desmontando las piezas principales de su sistema, y ofrecer a los cristianos
metas de verdadero interés, metas tangibles, sensibles y terrenales, que
faciliten el trasvase desde una concepción trascendente a una concepción
inmanente, que es la única real.
No se trata, por tanto, de
dejar a las masas católicas sin una concepción del mundo; se trata de ir
sustituyendo paulatinamente la concepción del mundo; se trata de ir
sustituyendo paulatinamente la concepción inmanente, en que filosofía, política
y sentido común se identifiquen. Es el secularismo alcanzando su punto extremo,
al secularizar incluso la religión. La afirmación de que el Partido es el nuevo
Príncipe que ocupa en las conciencias el puesto de la divinidad o del
imperativo categórico, da a entender cómo el marxismo es, literalmente, la
“religión secularizada”.
El comunismo es para Gramsci
el equivalente moderno de la Iglesia Católica, un equivalente diametralmente
opuesto en los principios, dado que la única realidad sobre la que no sólo se
puede sino que se debe hablar es la realidad de aquí abajo.
También en el ámbito de la
lucha anti-religiosa juzga Gramsci que se requerirá el doble momento del
desmontaje y del montaje. Si nos referimos al primero de esos momentos, no
podemos dejar de advertir las grandes esperanzas que cifró en la desintegración
del bloque eclesiástico, en el resquebrajamiento de la Iglesia, siguiendo con
creciente interés las diversas crisis internas del estamento sacerdotal.
Como dijimos al comienzo,
durante sus años de prisión conoció la revista Civiltà Catollica, que leía
asiduamente; por ella se fue enterando de los problemas concretos que
experimentaba la Iglesia por aquellos años. Particularmente interesado se
sintió por el fenómeno del modernismo, que fue una herejía de comienzos de este
sigo, condenada por San Pio X, y que tuvo enorme difusión en el interior mismo
de la Iglesia, a tal punto que en las publicaciones católicas, en las
parroquias, en los seminarios, etc., abundaban los nombres de periodistas,
profesores y hasta obispos modernistas. En orden a curar tan grave enfermedad,
San Pio X se vio obligado a realizar una cirugía dolorosa en el cuerpo lacerado
de la Iglesia.
Pues bien, Gramsci se
interesó muchísimo en este asunto. Veía certeramente en el modernismo un
peligro mortal para la Iglesia, el peligro de la aparición de un cristianismo
de gabinete, de intelectuales de élite, con los que el pueblo no se
identificaría, pero que tendría la virtud de ir demoliendo el aparato
institucional de la Iglesia.
Según ya lo hemos señalado
más arriba, la jerarquía católica consideraba igualmente fieles al teólogo
ilustrado y a la mujer humilde pero llena de fe que va a rezar a una imagen de
la Santísima Virgen. El modernismo –en su intento por racionalizar la fe–
acabaría por crear una grave escisión en el clero y las bases, dejando a éstas
mucho más permeables al adoctrinamiento por parte de otros intelectuales, los
marxistas. Para Gramsci la decadencia de la religión comienza cuando los
intelectuales de la fe, como son los sacerdotes y teólogos, se van inclinando a
minusvalorar las categorías de la trascendencia y a enfatizar desmesuradamente
las de la inmanencia y la modernidad.
En ese caso el proceso va
tomando buen cariz. Estos nuevos teólogos, decaídos ya de la fe, funcionan
entonces según el modelo bien analizado por Gramsci de los intelectuales que
realizan la traición de clase. Son aquellos que, al decir de nuestro autor,
“están a punto de entrar en crisis intelectual, vacilan entre lo viejo y lo
nuevo, han perdido la fe en lo viejo, pero todavía no se han decidido a favor
de lo nuevo”. A tales sacerdotes no les hacen demasiada mella los argumentos
intelectuales de su fe antigua; ahora miran lo tradicional con recelo, toman
distancia de la tradición, y si bien no se abrazan aún plenamente con lo nuevo, comienzan
a vivir en la ambigüedad.
Las combinaciones
“cristiano-marxistas”, las asociaciones de “cristianos para el socialismo”,
etc., que vendrán después, tienen un espléndido retrato en esos análisis de
Gramsci. Los “clérigos marxistas” son precisamente intelectuales traidores que
se “convirtieron” a la modernidad, acercándose a los nuevos dirigentes que se
van apoderando de la cultura.
Todo el intento del
eurocomunismo, en buena parte producto del pensamiento estratégico de Gramsci,
se encaminó a lograr este acercamiento entre el marxismo y el ala progresista
de la Iglesia, heredera de aquel modernismo que Gramsci tan bien conociera. La
conjunción pretendida era ésta: que el clérigo más o menos filocomunista
hablase genéricamente de liberación, a la vez que el líder comunista predicase
la revolución con un lenguaje poco menos que sagrado. Para ello era importante
que se multiplicasen las homilías “políticas”, que los sacerdotes se volcasen
desmesuradamente a las cuestiones temporales, que el lugar y el tiempo
dedicados antes a lo sagrado fuesen ahora destinados a los temas temporales y
sociales, aunque fuese bajo el rótulo de una “evangelización de la justicia”.
Tras fomentarse la fagocitación de lo religioso por lo socialpolítico, se
trataba de aprovechar los vínculos existentes, para que tales sacerdotes
llegasen cada semana con ese mensaje “renovado” a grandes estratos de la
población.
La actual estrategia
comunista, de filiación claramente gramsciana, sigue por este camino,
intentando una suerte de “cristianismo marxista” o de “marxista cristiano”.
Rafael Gómez Pérez, en un meduloso libro sobre Gramsci, ha desarrollado
ampliamente este tema, considerando sobre todo el caso reciente de España e
Italia. Resumamos aquí sus observaciones.
En España, ante todo,
Dolores Ibarruri, la Pasionaria, y Santiago Carrillo, que en los tiempos de la
Segunda República no disimulaban su fobia anti-religiosa, aprendieron el nuevo
vocabulario. Los líderes comunistas españoles desterraron de sus palabras el
anticlericalismo trasnochado, y en una sociedad donde, por las razones que
sean, empezaban a advertirse síntomas de descristianización práctica,
utilizaron un lenguaje formalmente sagrado.
Así por ejemplo Carrillo
llegó a decir: “La fe en un ideal es lo que puede mover montañas. Y la
conjunción de nuestra fe en la justicia de nuestros ideales, con la fe de los
cristianos, aplicada a la transformación y al progreso social, puede hacer
milagros”. En el mismo periódico donde apareció la anterior declaración se lee
una información dada por Carrillo en que se dice que el Partido Comunista
Español es “el único partido que tiene un sacerdote en el Comité Central”. Esta
noticia carecería de base unos meses después, con la secularización de dicho
sacerdote indigno; pero, gramscianamente, sirvió para la finalidad inmediata de
influir en la opinión pública.
En Italia la política del
Partido Comunista local fue muy semejante, y mucho más inteligente que la su
partido hermano de Italia, el Partido Socialista Italiano. Los socialistas
italianos buscaron su originalidad en la exasperación de uno de los dos
elementos de su espíritu: el anticlericalismo. Y pusieron como problema número
uno la cuestión del divorcio, a favor del cual lanzaron una campaña nacional,
propiciando un referéndum.
El Partido Comunista hizo lo
imposible para impedir dicho referéndum, sobreestimando quizás el nivel de
religiosidad del país y la audiencia que el clero y la jerarquía tenían
presuntamente en Italia. Sin embargo en 1974 se hizo efectivamente el
referéndum. Apenas se conocieron sus resultados –sólo el 30% se manifestó
contra el divorcio– el Partido Comunista acomodó los tanto acelerando su
estrategia gramsciana.
Con unas masas católicas de
tal manera desvinculadas de la “doctrina oficial”, era ya posible 28 plantear
más abiertamente la cuestión de la hegemonía de la mentalidad marxista. El
Partido hizo el cálculo: si bien una gran parte del electorado democristiano
seguía siendo antimarxista en política general, lo que buscaba era cierta
tranquilidad pública, siendo por ello proclive al compromiso.
Por otro lado el Partido
Socialista se había mostrado hábil en destruir, con lo cual hacía el juego al
comunismo, pero ostentosamente inepto para aumentar su caudal electoral.
Entonces, en 1975, el Partido Comunista incluyó por primera vez como candidatos
en sus listas, a algunas personas que procedían del “catolicismo oficial”:
antiguos dirigentes de Acción Católica, veteranos directores de prensa
católica, etc. E incluso contó con el apoyo del ex-abad de San Pablo
Extramuros.
Lo interesante en este
fenómeno no es tanto la maniobra electoral cuanto la aplicación cuasi puntual
de los consejos de la estrategia gramsciana. Una serie de intelectuales
“tradicionales”, antes unidos umbilicalmente a la antigua cosmovisión,
aparecían ahora flanqueando al Partido, aunque sin formar estrictamente parte
de él. No se presentaban como comunistas, no, sino como “católicos”, con lo
cual quedaba demostrado que el Partido era capaz de dar cauce a las
aspiraciones e intereses de la población católica. Ante este hecho, tan
clamoroso, la Jerarquía recordó que el marxismo es incompatible con el
cristianismo, pero con muy poco éxito. La Iglesia apareció en una actitud de
defensa, frente a una clara posición ofensiva del marxismo. Un grupo de
intelectuales no comunistas, para que apareciera mejor su “imparcialidad”,
denunció la “ingerencia” de la Jerarquía en cuestiones políticas.
En esta guerra de posiciones
–según la terminología gramsciana–, el moderno Príncipe había atacado primero,
superando de lejos al “enemigo”, obligándolo a una maniobra de casi retirada.
El Partido había visto que los tiempos estaban maduros para este tipo de
estrategia. Los intelectuales católicos que flanqueaban al Partido eran, por
cierto, una minoría nada representativa, pero sí sintomática de una confusión
bastante generalizada en las filas católicas. Y, así, las elecciones en la
capital de Italia entregaron el poder a un intendente comunista.
Algo que Gramsci jamás
hubiera soñado. Había que demostrar que ese hecho no suponía para nada el
comienzo de la persecución religiosa, y que los católicos de Roma tendrían
todas las garantías necesarias para un pacífico ejercicio de su fe.
El Partido Comunista no se
presentaba como una banda de jacobinos, dispuestos a incendiar Iglesias, sino
como un partido honorable, uno de cuyos hombres gobernaba Roma y alternaba
cordialmente con las autoridades eclesiásticas locales. Ganados así una parte
de “los intelectuales tradicionales de la burguesía”, aunque sea una parte, se
trataba ahora de tender el puente hacia las “masas católicas”, según la
estricta teoría gramsciana, obligando al partido que representaba a las
cristianos, la Democracia Cristiana, a llegar a un acuerdo, a un compromiso –se
lo llamó comprommesso storico–, que permitiría un consentimiento generalizado
y, con él, la gobernabilidad del país.
Así Gramsci fue utilizado para la nueva
estrategia del compromiso histórico. “Se trata de llegar a que cristianos no
marxistas y marxistas trabajen juntos –escribía por aquel tiempo un comentador
de Gramsci–. Cristianos y marxistas deben luchar codo a codo para conquistar el
futuro, y lo deben hacer porque son las fuerzas del futuro. ¿Pero se dará este
futuro si no se empieza aquí y ahora?”. Según Del Noce, la democracia cristiana
italiana tiene que reconocer un gravísimo error: el de no haber sabido
reconocer y definir, después de tanto años, cuál es su adversario real.
No es necesario recurrir a
la 29 autoridad de ningún gran teórico de ciencias políticas, dice Del Noce,
para saber que lo determinante de un partido político no es su plataforma,
necesariamente abstracta, sino la definición concreta del adversario. Pues
bien, la democracia cristiana italiana pensó que tenía frente a sí un partido
comunista de tipo leninista, cuando en realidad era un partido comunista de
tipo gramsciano. Esta política, que se ha usado en España y en Italia, se va
empleando también en diversos países de América Latina, como Nicaragua, Cuba, y
nuestra propia Patria.
Pero el tiempo no nos
consiente desarrollar este espacio y modo de la estrategia.
Conclusión:
Los postulados fundamentales
de Gramsci se basan sobre un fundamento de corte dogmático: el carácter
ineluctable, aunque no mecánico, de la revolución proletaria. La meta final es
la misma que en Marx, en Engels, en Lenin, en Mao: la sociedad comunista, con
un Partido vigoroso y férreamente organizado, que, como Intelectual Colectivo
(la expresión es de Togliatti), cargue sobre sus únicas espaldas la vida
concreta del país.
El aporte específico de
Gramsci es la exaltación del papel del hombre en dicha empresa. Esto es lo que
Gramsci hereda del filósofo Croce. Lo necesita para no caer en el mecanicismo o
determinismo del materialismo vulgar; lo necesita, sobre todo, para poder
ofrecer alguna explicación de cómo la historia no se ha sometido, de hecho, a
las previsiones marxistas, a la inapelable ley de la estructura que crea la
superestructura. Por eso afirma que las leyes del desarrollo histórico no
anulan la voluntad del hombre.
Diversos son pues los
caminos para llegar la victoria. El camino de la social-democracia, el camino
de Lenin, el camino de Mao. Tal diversidad parecería atentar contra el
bloquismo marxista. Sin embargo hay que decir que los camaradas de la URSS no
se inquietan mayormente ante la apariencia de que el bloque comunista se
agriete.
Más agrietado está el bloque
histórico burgués. Y si éste, ya en franca decadencia, no admite sino el
lenguaje del “pluralismo”, no hay obstáculo alguno en que también los marxistas
usen el mismo lenguaje. Una vez conquistada la sociedad civil, se habrá ganado
la sociedad política. Y será el momento de sanar todas las heridas que el
internacionalismo proletario haya sufrido en la batalla victoriosa.
La vigencia del pensamiento
de Gramsci vuelve a poner sobre el tapete el tema de la lucha cultural como
medio para la toma del poder político. La subversión marxista no es reductible
al mero campo del enfrentamiento armado, al modo como lo impone el terrorismo.
Se trata de una guerra que se adecua a la diversidad de las circunstancias,
pero, por encima de ello se trata de una guerra total, que es, en última
instancia una guerra teológica, a la manera enunciada por San Agustín en su
libro De Civitate Dei, una guerra entre dos ciudades, la ciudad de Dios, que
exalta a Dios por sobre el hombre; y la ciudad del hombre, que endiosa al
hombre en detrimento de Dios.
Es el mismo Gramsci quien lo
afirma: “El Partido Comunista es en el período actual la única institución que
puede compararse seriamente con las comunidades religiosas del cristianismo
primitivo; con las limitaciones dentro de las cuales el partido existe ya a
escala internacional, se puede intentar una comparación y sentar un orden de
juicios entre los militantes de la Ciudad de Dios y los militantes de la Ciudad
del Hombre; el comunista no es, desde luego, 30 inferior al cristiano de las
catacumbas…. Rosa Luxemburgo y Carlos Leibknecht son más grandes que los más
grandes santos de Cristo…
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